Continúo
deambulando entre las, cada vez, más desconocidas calles.
Siguiendo las líneas invisibles que delimitan mi camino,
cuando, de repente, alguien me toca en el hombro, por detrás.
Al girarme, para ver de quién se trata, tan sólo me
encuentro con mi reflejo en el cristal de un escaparate. Entonces,
comienza a hablarme. Me quedo totalmente paralizado, mis ojos parecen
desencajarse y mi vello se eriza tras mi nuca y por mis brazos. Y
tengo frío, mucho frío, pero no en la piel, en otro
lugar que no reconozco pero que me resulta familiar. Con una mirada,
como traviesa, mi rostro reflejado me dice, mientras lo escucho con
una mezcla de horror y curiosidad:
―Recuerdas
lo que te conté el otro día. ¡Sí, hombre!,
lo que te conté el otro día, ¿no te acuerdas?
Aquello que te confesé, que me inquieta desde siempre. Cuando
era niño, desde bien pequeño, cada vez que me miraba en
el espejo, y observaba mi semblante, lloraba desconsoladamente sin
poder reconocerme. Igual que tú ahora mismo, que eres incapaz
de reconocerme; que eres incapaz de reconocerte.
En el
momento en el que termina su desgarradora confesión, mi
confesión, paso por una extraña sensación que
oscila entre la parálisis física y la convulsión
mental. De pronto, ya no tengo miedo. Me encuentro tranquilo viéndome
reflejado, viendo al otro reflejado al que sonrío, como
travieso. Ahora soy yo el que está al otro lado del cristal.
Así lo dejo y así me voy a explorar las calles de este
entorno prisionero. Mi caminar es suave y aterciopelado, de color
azul. El resto se compone de colores inflamados, como en llamas. Al
momento, sin darme cuenta, caigo en un abismo camuflado. Me precipito
hacia el comienzo más cercano y familiar que pudiera imaginar,
deslizándome a través de los huecos de mi ensueño.
¡Pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-...!
Abro los
ojos: las siete y cuarenta y cinco de la mañana. ¡Ostias!
Me he vuelto a quedar dormido y otra vez ese absurdo sueño. Me
levanto y voy al baño, como cada mañana, a toda prisa.
—Ahí
estás (le digo sarcástico a mi reflejo, que me mira con
bastante indiferencia), más desmejorado que en mis sueños,
pero ahí estás. Bueno, a ver si despertamos y vamos a
desayunar con Pablo algo más presentables.
Me acicalo
en la medida de lo posible: un poco de agua en la cara, otro poco en
el pelo y una rápida lavadita de dientes. Salgo de casa
deslumbrado por el sol matutino de estas horas tan indecorosas, hacia
el “Preludio”, nuestra cafetería de las mañanas.
Ahí
está, tan puntual como siempre. Tan risueño como
siempre.
—¡Buenos
días Pableras! (le saludo, junto con un fraternal abrazo).
—¡Buenos
días, sin vergüenza! —me contesta con una mueca de
Bárbaro mientras me da unas palmaditas en la espalda—.
¿Anoche qué?, borrachera, ¿no?
—No
hombre, tan sólo un par de botellas de vino con María,
que estará a punto de venir (me defiendo, con cara de
inocente). He quedado con ella también.
—Mírala.
Ahí está. ¡Eh, María! —exclama Pablo con
la naturalidad que lo caracteriza.
—¡Hola,
indecentes! —saluda María, con su sarcástico
desprecio habitual.
—Buenos
días, borracha (le contesto en tono cómico).
—¡Qué,
ayer os la cogisteis buena!, ¿no? ¡Je, je! —bromea
Pablo, sin decoro alguno, a la vez que le tira una servilleta
arrugada a la cara.
Se
sienta María con nosotros y les tengo que contar que de nuevo
he vuelto a soñar con mi travieso reflejo:
—A
ver... hoy he vuelto a tener el sueño (les digo a ambos,
mirándolos serio y fijamente a los ojos, como preocupado).
—Piensa
a ver qué te quiere decir. Porque está claro que algo
te quiere decir tu reflejo, algo que quizá ya deberías
saber. Algo que, quizá, todavía no alcanzas a entender
pero que ya deberías hacerlo. Algo relacionado con tu
infancia, a lo mejor. O algo que te inquieta, que le inquieta al niño
que lleves dentro y que no acabe de afrontar del todo. Incluso, desde
otra perspectiva fuera del psicoanálisis barato, no sé...
a lo mejor es tu durmiente, el que vive tus sueños, que se ha
cansado de que no cumplas ninguno. Je, je —elucubra Pablo bajo
premisas siempre tan inquietantes como excéntricas.
―¡Mira
qué gracioso! ¿Y tu sueño de cómico? ¿Ese
ya lo has logrado, no? ―recrimino
a Pablo, que a veces me saca de quicio.
—Mira
a ver si no eres un Narciso enamorado de su rostro, ¡ja, ja!
—bromea María, que siempre le quita importancia a los
asuntos de esta envergadura.
—¡Venga
ya, María! Sabes que esto es importante para mí
(reprocho a María, poniendo un poco de seriedad en el asunto).
—Bueno,
yo tan sólo he venido a deciros que esta noche hay una fiesta
de máscaras en la “Colonia Wells”, en casa de Judith. ¡Qué
hoy ya es viernes!, por si no os habíais percatado. Pero
tenéis que respetar una serie de normas, no me vayáis a
dejar mal: obligatorio acudir enmascarado, claro está, aunque
siendo vosotros no está mal que os lo recuerde; la máscara
debe cubrir toda la cara y el pelo de manera que nadie os pueda
identificar; el vestuario debe ser neutro, que no denote algo de
vuestra personalidad, ¿eh? Que nadie pueda decir: ¡mira!,
ahí está Pableras con su estilo tan hortera. Allí
nos veremos, y me voy que yo ya he desayunado y tengo muchas cosas
que hacer.
―Adiós
—se despide María tras lanzarnos su propuesta misteriosa.
Ella siempre tan misteriosa.
—Está
bien, intentaré no ir hortera, aunque sabes que por mucho que
lo intente siempre acabo haciéndolo, es una tendencia
profundamente arraigada —explica Pablo.
—No
faltaré María, ya lo sabes (contesto), ¿a qué
hora es?
—A
media noche —sentencia María, mientras se da la vuelta para
irse definitivamente.
Salgo del
trabajo con el ánimo de siempre, siguiendo líneas
invisibles que dejan las huellas del imprevisto, entre miradas rotas
hipnotizadas con el suelo. Me dirijo hacia una tienda de máscaras
que hay en el Raval. Después de un rato probándome unas
y otras elijo una máscara dividida, más o menos, por la
mitad, en diagonal, como si fueran dos rostros al estilo Mr Jekyl y
Mr Hyde. Tiene colores claros en la parte de arriba: verdosos y
blancos. En la parte de abajo son fuertes y siniestros: rojos y
negros. Además, tiene dos cuernos de demonio arriba y una
melena desaliñada.
Llego a
casa. Dejo la máscara en la percha de la entrada. Me doy una
ducha revitalizante mientras tarareo una canción de la que no
recuerdo el nombre. Después de fumarme tranquilamente un
cigarro, tumbado en la cama y viendo mi silueta a través del
espejo de mi armario, duermo un rato.
De camino a
la fiesta recuerdo que María me advirtió de la
importancia de la máscara, así que llego con ella
puesta a la puerta y con un vestuario neutro, de colores claros que
resaltan la intensidad de mi impostura. Una vez en la entrada leo un
cartel que establece las normas de la fiesta: prohibido quitarse la
máscara. Obligatorio usar seudónimo. Prohibido nombrar
a nadie.
Entro en el
misterioso lugar. La música me gusta, suena Django Reinhardt.
Habrá unas cincuenta o sesenta máscaras bailando, todas
como buscando caras conocidas, igual que yo; sin encontrar ninguna,
igual que yo. Voy al lugar donde sirven las bebidas, me pido un Gin
Tónic. Observo la extraña fiesta en la que me veo
inmerso, una vez más. Cuanto menos es auténtica, eso no
se lo podré negar a María cuando la vea. Con el segundo
Gin Tónic ya me siento más relajado. Me dejo llevar por
el ritmo de Django. Máscaras y más máscaras
oscilan de lado a lado, de arriba abajo. Pero hay algo que me llama
la atención especialmente: las miradas están realmente
vivas, excitadas; sedientas de otras miradas indiscretas bajo el
anonimato tan reconfortante de la máscara. Hoy no hay función,
eso está claro, lo advierto exclusivo y veraz. Hoy el circo de
títeres está allí fuera. Aquí dentro los
demonios bailan sin pudor, sin temor a ser desenmascarados.
De repente,
mi inquieta mirada se cruza con la de una chica a través de su
máscara coralina. ¿Será María? Todavía
no la he encontrado, aunque tampoco la he buscado. ¡Me había
olvidado! Tampoco a Pablo, ¡vaya! ¿Será María?
Me acerco bailando, tranquilo y dispuesto, con mis cuernos alzándose
cada vez más entre más demonios de mi especie. Cuando
llego al lugar, donde la misteriosa chica de máscara coralina
danza sin dejar de mirarme con ojos de gitana, comienzo a bailar con
ella y me dejo llevar. Ella comienza a bailar conmigo y una lasciva
mirada se cuela entre mi máscara indefensa haciendo temblar mi
compostura y algo más. Le pregunto, sin pensar:
—¿Eres…
? (por poco se me escapa).
—¡Hola!
¿Cómo te llamas? (reanudo mi pregunta, esta vez sin
meteduras de pata).
—Perséfone
—responde a través de una melodía en sus palabras que
penetra en mi estómago, haciéndolo temblar—. ¿Y
tú?
—El
loco (contesto).
—¡Um…
! El loco… buen nombre —aprueba con un tono de lo más
seductor a la vez que se acerca cada vez más a mí,
aproximando nuestros sexos cada vez más, hasta el punto de
sentirme incómodo, aunque sólo al principio. Después,
la incomodidad se va transformando en excitación temeraria.
Primero
pensé que podía ser María, aunque en el fondo
sabía que no. Ahora ya no hay dudas.
—¿Subimos
a una habitación? —me pregunta sin andarse con rodeos.
Yo no me
puedo resistir, aunque lo intento, pero el morbo del momento y el
frenesí de la noche empujan sin control a mi demonio
prisionero.
—Claro…
Subimos al
piso de arriba de la impresionante casa en la Colonia Wells. Entramos
en una de las habitaciones, la primera con la que nos topamos. Hay
una cama de matrimonio y una mesa, la cual parece bastante cómoda.
Ella elige la mesa, donde me empuja y comienza a quitarme la
camiseta, los pantalones. Yo sigo con su blusa, el sujetador, y mi
mano se desliza entre su falda. Todo fluye entre miradas
enmascaradas, buscando la plenitud a través de las pupilas
descubiertas. Es el momento de máxima excitación, el
del preludio; el de mayor intensidad. En ese momento, siento la
tentación de quitarle la máscara, preguntarle su
nombre, pero la suspicacia de sus ojos se da cuenta de mi intención
perversa. Entonces, me mira sin retórica y como flecha lanza
su duelo:
—Los
amantes de las noches prohibidas no pertenecen a su rostro. No hay
preguntas. No hay retorno. Yo, Perséfone. Tú, el loco,
que por una noche me rescatas del inframundo de mis huesos. Después,
ya no hay nada. Después, mi rostro regresará al lugar
que ocupa en el vacío, al despertar de este sueño sin
dueño. Que mi voz es huérfana de rostro y tu aullido
pertenece a la luna llena, eso ya lo sabes.
Al terminar
la aclaración de mi Perséfone, fugada de sus cadenas,
sean cuales sean, nos sumimos en la pasión de dos cuerpos
desnudos. Quizá, nadie haya podido acceder a la secreta
perversión de mi anónima amante en la rutina de sus
noches. En ésta, clandestina, se abren todas las puertas
indiscretas, y yo me deslizo entre los más recónditos
rincones de sus deseos prisioneros.
Bajamos de
nuevo a la fiesta con una agradable sensación de niños
después de la gran travesura. Luego, sin más, nos
despedimos, como habíamos acordado. Yo, estupefacto;
circunspecto. Ella, tranquila; lánguida, alejándose con
sensuales movimientos de cadera.
Tomo un Gin
Tónic, lo necesito. ¿Y María? ¿Y Pablo?
Me olvidé
por completo, ¿será que no han venido?
Mientras me
hayo inmerso en mi oblicua sensación y en mis preguntas acerca
de lo que puede estar ocurriendo, me tocan en el hombro, por detrás.
—¡Hola!
¿Qué tal? ¿Cuál es tu nombre? —me
pregunta un hombre de máscara similar a la mía, aunque
de colores invertidos.
—El
loco.
—¡Toma!,
igual que yo —replica entusiasmado.
De
repente, una extraña sensación se apodera de mi
estómago. Una sensación familiar e inquietante; confusa
pero conocida. Al mirar alrededor, me da la impresión de que
todas las máscaras me miran, como traviesas; como esperando
una respuesta.
—¿Nos
conocemos? (pregunto al hombre misterioso exhibiendo mi confusión).
—¡Claro!
—me responde, tranquilo; impasible, tanto que me asusta-. ¿No
recuerdas lo que te conté el otro día? Sí,
¡hombre!, lo que te conté el otro día. Aquello de
cuando era niño, que cada vez que me miraba en el espejo, y
veía mi rostro reflejado, lloraba desconsoladamente, sin poder
reconocerme. Igual que tú no me reconoces en este momento.
Un
escalofrío invade todo mi cuerpo. Ahora siento que todas las
máscaras clavan sus miradas en mi persona. Todo se funde, y
mis ojos, desorbitados, nublan mi vista entre gotas de sudor. No
aguanto más y salgo corriendo. Entonces, una chica me grita:
—¡Eh!
¿Eres... ? No te vayas.
¿Será
María? No lo sé, pero me da igual. Me voy corriendo.
Salgo atropellando a la gente de la casa; me quito la máscara;
me seco el sudor de mis ojos y de mi cara empapada. Ando rápido,
casi corro, ¿o es que corro? No lo sé, sigo las huellas
de mis pisadas, pero se pierden entre líneas invisibles, casi
sutilezas, que atraviesan mi ser como alfileres infinitos, enhebrando
todo mi cuerpo como un muñeco de trapo. Así me siento,
como un muñeco de trapo, lleno de parches e incapaz de
reconocerme. De repente paro, ahogado de confusión, sin saber
si quiera a dónde me dirijo. Entonces, al darme la vuelta, de
nuevo veo mi rostro reflejado en un escaparate, como en mis sueños.
Quizá sea un sueño, no sé. Me quedo petrificado
ante la incertidumbre de mi realidad, que me desborda. Mi espectro me
mira fijamente, como travieso. Mi cuerpo está paralizado y mi
mente convulsionando, hasta que caigo en el abismo del comienzo,
aquel que siempre reconozco. Ahí me veo, disfruto viendo mi
reflejo aterrorizado y le sonrío, como travieso, por no se qué
que pudiera estar haciendo. En realidad, no me acuerdo de cómo
comenzó todo esto ni de quién fue quien lo hizo, si él
o yo.
De repente,
abro los ojos. Todo está a oscuras y yo estoy despierto, pero
no veo nada. Puede que esté en el útero materno apunto
de nacer. O, posiblemente, esté en el cuarto de baño,
esperando a oscuras, para verlo todo desde la simetría inversa
del espejo cuando entre a lavarme la cara. O quizá, y tan sólo
quizá, esté en mi cuarto, tumbado en la cama y
únicamente tenga que encender la luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario